Publicado en El Universal
Por Mauricio Merino
Para bien y para mal, el primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador estuvo marcado por la fuerza de las palabras: del alud de palabras que ha pronunciado en las conferencias de prensa, en las giras de trabajo por todo el país y en los eventos y reuniones masivas que ha encabezado de manera incansable; y, como si no le bastara, en las que escribió además en un libro. Ese caudal no tiene comparación con ningún gobierno anterior: hoy tenemos al presidente más locuaz de la historia y, seguramente, al mejor comunicador.
El predominio de las palabras no sólo es notable por su abundancia sino porque han sustituido a los datos como fuente primordial de la agenda pública. La voz del presidente es más potente que cualquier evidencia y, por eso, es difícil criticar este primer tramo de su gobierno con objetividad. Dice el presidente que las cosas ya cambiaron, que se acabó la corrupción, que ya no hay guerra contra el crimen organizado, que sus programas sociales están logrando abatir la desigualdad y que el pueblo es feliz. Frente a ese discurso, es inútil oponer los datos que demuestran el incremento de la violencia, los muchos casos que siguen revelando abusos inaceptables de funcionarios públicos, la reiterada captura de puestos y presupuestos, el estancamiento de la economía o la obstinada desigualdad. Nada de eso importa más que las palabras del presidente y nada es más elocuente que el discurso del régimen.