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Contra la corrupción, más allá de la voluntad

El salvador de la patria ha repetido hasta el hartazgo que el gran problema del país es la corrupción y que él es la solución

Por Jorge Javier Romero, cofundador de Nosotrxs

Publicado originalmente en Sin Embargo

La cantinela de su discurso, donde él aparece como el demiurgo capaz de transformar la realidad y lograr la armonía tan solo con su voluntad, acaba por simplificar hasta la caricatura uno de los grandes problemas del Estado mexicano, arraigado profundamente en el arreglo institucional del país y que requiere mucho más que la magia derivada del ejemplo de un presidente honrado para menguar, no ya para desaparecer.

La simplona manera de abordar el asunto de la corrupción por parte de Andrés Manuel López Obrador conecta, sin duda, con la percepción de franjas muy amplias de la sociedad mexicana, que consideran que todos los políticos y buena parte de los funcionarios públicos son unos rateros y que lo que se requiere es que llegue al poder uno que no robe para poner en cintura a todos los demás. Coincide también con la visión monárquica del poder, médula del presidencialismo a la mexicana, que presume que, si el monarca decide que no se robe, entonces se dejará de robar.

Lamentablemente, si bien es correcto situar a la corrupción en el centro de los males nacionales, poco podrá el impulso voluntarista para limitarla, pues el mal se encuentra difuso en buena parte de las reglas del juego que han marcado la relación entre el Estado mexicano y la sociedad desde sus orígenes virreinales y forma parte de la manera en la que lo público ha sido considerado tradicionalmente en el país: como un botín a capturar.

No deja de ser importante que López Obrador ponga el acento en el combate a la corrupción como la gran tarea nacional. Sin embargo, preocupa y puede resultar decepcionante que centre su combate en su voluntariosa honestidad, sin plantear siquiera un atisbo de la gran transformación institucional que implica modificar la forma de operar de la organización estatal mexicana, sus reglas básicas de funcionamiento.

Al margen de las campañas, empero, muchos otros hemos trabajado desde hace años en lograr los cambios institucionales para restringir la corrupción que carcome al Estado mexicano. El combate a la corrupción no comenzará cuando se dé el venturoso triunfo del gran líder, ni mucho menos. Algún camino se ha andado y ya hay avances, al menos en el cuerpo de las leyes, que pueden contribuir, aunque sea de manera incremental, al surgimiento de una nueva forma de ejercicio del poder y de concepción de lo público.

Los esfuerzos de muchas organizaciones civiles, varias de ellas agrupadas en la Red por la Rendición de Cuentas, llevaron a la creación del Sistema Nacional Anticorrupción y, aunque este no ha acabado de integrarse, por las resistencias de este gobierno y esta legislatura, que no concluyeron con los nombramientos necesarios para darle cuerpo, el hecho es que los cimientos para echar a andar una política integral contra la corrupción ya están colocados.

El lunes pasado, la propia Red por la Rendición de cuentas le presentó al Comité de Participación Ciudadana del incipiente sistema anticorrupción las líneas generales de lo que debería ser una política nacional capaz de modificar, más allá el voluntarismo, la trayectoria institucional que reproduce indefectiblemente las conductas patrimonialistas y corruptas. El documento tiene la virtud de concebir la corrupción como un asunto institucional, es decir, como parte sustancial del sistema de incentivos del Estado mexicano.

El documento presentado por la Red, producto del trabajo de un grupo notable de especialistas y académicos, principalmente del CIDE, de la UNAM y de las organizaciones civiles, atina cuando concibe a la captura de lo público por intereses particulares como el origen del problema. Son la captura de los puestos públicos, la captura de las decisiones (y de los presupuestos) y la captura de la justicia las causas esenciales que explican el uso particularista del poder en México.

Puesto de otra manera, es la manera de concebir al Estado como un botín con el cual se pueden hacer grupos de intereses particulares lo que genera el fenómeno que conocemos como corrupción, que lleva a que los servicios que este debe prestar se otorguen no de manera universal, sino solo en beneficio de aquellos capaces de comprarlos a cambio de rentas o de las clientelas cautiva de las que se espera apoyo político. Es el Estado mexicano una organización en manos de una coalición estrecha de intereses, lo que los clásicos llamaban una oligarquía, y no un mecanismo que garantice un orden social de acceso abierto, donde la justicia, la seguridad y los demás servicios adquieren un carácter verdaderamente público.

El documento presentado también plantea los antídotos indispensables para revertir la captura que ha caracterizado al Estado mexicano a lo largo de su historia. No es el cambio de una coalición estrecha a otra coalición estrecha de intereses lo que transformará lo publico en México. La gran transformación requiere de una reforma integral de Estado que comienza por una profesionalización integral, de manera que el acceso a los puestos públicos no dependa de la lealtad personal o política, sino que se base en las competencias y las capacidades para ocupar el cargo y donde el proceso de ascenso se haga con base en evaluaciones del desempeño, no en la afiliación partidista o en la pertenencia a una determinada red clientelista.

 

Los incentivos positivos para la probidad en el servicio público que genera la profesionalización deben complementarse con un sistema de responsabilidades simple pero eficaz, que detecte oportunamente las desviaciones y las sancione con justicia. Por añadidura, la transparencia y el principio de máxima publicidad deben imperar en todos los actos de autoridad, de manera que se desarticulen las redes de corrupción, que no son otra cosa que las expresiones de la venta de protecciones particulares que ha predominado en el ejercicio del poder.

Para plantearlo de manera resumida, el documento, base para una amplia consulta nacional que ahora emprenderá el Comité de Participación Ciudadana del Sistema Nacional Anticorrupción, plantea una estrategia para comenzar a transitar por el “camino a Dinamarca” del que habla Francis Fukuyama: profesionalización, transparencia y sistema de justicia independiente y eficaz.

Este proyecto de política nacional merece ser difundido, para evitar la percepción de que en esta materia está todo por hacerse y que solo la llegada del hombre providencial podrá romper la inercia. En ese sentido es notable el trabajo emprendido por organizaciones como Nosotrxs o Ethos, esta última un think tank formado por jóvenes que ha elaborado buenos materiales de divulgación para dar a conocer entre el público al sistema nacional anticorrupción. Aunque muchos no lo crean, en materia del combate a la corrupción no todo será creado ex novo con el arribo del nuevo principio activo de la nación.

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La esclavitud soterrada

En México, en pleno siglo XXI, hay trabajadores que viven en condiciones de esclavitud, aunque esta se esconda o se simule bajo el manto de una libertad laboral que en realidad no existe.

Por Jorge Javier Romero, integrante de la comisión ejecutiva de Nosotrxs

Publicado originalmente en Sin Embargo

La mayor parte de estos esclavos son mujeres y gran parte de ellas no laboran en sucias manufacturas ocultas en astrosos edificios –cosa que también ocurre, pues en este país existen sweat shops tan siniestras como las de Bangladés o Malasia, lo que se demostró después del terremoto de septiembre pasado, donde un taller de esos se vino abajo en la calle de Bolívar y murieron decenas de personas entre sus escombros, en una reminiscencia de lo ocurrido 32 años antes en la zona de San Antonio Abad–. La inmensa mayoría del trabajo cuasi esclavo de México se realiza en los hogares de las clases medias y altas de todas las ciudades del país.

Mujeres, buena parte de ellas niñas o adolescentes, que migran del campo para huir de la miseria de sus lugares de origen y se trasladan a las ciudades para dedicarse a las labores domésticas por sueldos bajísimos en condiciones que no pueden causar otra cosa que repulsión. Alojadas en cuartuchos oscuros, segregadas de la vida de la familia que las emplea, con horarios de sol a sol o más, sin prestación alguna, pues carecen de acceso a la salud, al sistema de pensiones o a cualquier otro beneficio de la seguridad social, como guarderías o ahorro para la vivienda, sin acceso a los servicios financieros, muchas veces alimentadas de las sobras de lo que comen sus patrones, estas legiones de mujeres trabajadoras conviven como sombras en las casas de las familias “acomodadas” y son tratadas con desprecio y racismo.

Otras muchas de estas trabajadoras viven en condiciones de precariedad escalofriante en los cinturones de miseria de las ciudades y tienen que desplazarse varias horas diariamente para llegar a sus empleos de “entrada por salida”, a trabajar por horas pagadas como se pagarían minutos en los países desarrollados. La mayoría ganan por día menos de los que obtendrían por dos horas de trabajo en los empleos peor pagados de los Estados Unidos y se enfrentan también al maltrato, la humillación y el racismo de sus empleadores. Tampoco tienen forma de acceder al seguro social o a una afore, a menos que se encuentren con una patrona con especial conciencia social que esté dispuesta a invertir tiempo y recursos ingentes en lograr la afiliación voluntaria al IMSS o en apoyarla para que se enfrente a la maraña burocrática que se debe traspasar para abrir una cuenta voluntaria de ahorro para el retiro.

Prácticamente ninguna tiene un contrato escrito que estipule obligaciones y derechos. Expulsadas del sistema educativo precisamente por su condición de mujeres, apenas si están alfabetizadas, lo que les impide todavía más defender sus derechos. La pobreza extrema, que atenaza a un cuarto de la población mexicana, hace que sean fácilmente sustituibles, pues hay miles de chicas y mujeres dispuestas a tener al menos ese ingreso miserable en esas precarias condiciones laborales, frente al hambre que impera en las zonas rurales con mayor población indígena.

La legislación mexicana ha sido omisa sobre los derechos de esos casi dos millones y medio de personas, el 90 por ciento mujeres. Si bien abre la posibilidad del seguro voluntario, las excluye, de todas formas, de buena parte de las prerrogativas laborales que sí tienen los trabajadores industriales o de comercio. De entrada, esto marca ya una violación a los derechos constitucionales a la no discriminación por razones de sexo u origen étnico. Son consideradas como una excepción y ocupan el estrato más bajo de la pirámide social de las ciudades del país.

Durante el gobierno de Felipe Calderón, México suscribió el convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, el cual exige a los Estados adecuar su legislación y tomar medidas para que el trabajo doméstico sea menos injusto, más digno y mejor remunerado. Sin embargo, después de la firma, el anterior presidente nunca envió el tratado al Senado para su ratificación. Tampoco este gobierno se empeñó en concretar el compromiso internacional que México había adquirido. Las razones que se aducen en los mentideros burocráticos es que tanto la Secretaría de Hacienda como el IMSS se han opuesto a que el Senado ratifique, aduciendo restricciones presupuestales y de capacidad instalada para regularizar a casi dos millones de personas, pues se estima que considerando el régimen obligatorio que cubre los seguros de riesgos de trabajo, enfermedades y maternidad, invalidez y vida, retiro, cesantía en edad avanzada y vejez, y, el de guarderías y prestaciones sociales, el gobierno federal debería aportar más de 28 mil millones de pesos al año para asegurar a las trabajadoras del hogar.

Sin embargo, este argumento es inadmisible, pues significa que el Estado mexicano promueve la discriminación y el abuso por no destinar recursos menores a los que destina para pagar la absurda publicidad gubernamental, instrumento de control de los medios de comunicación y promoción personal de cargos electos, en una de las expresiones más arcaicas de nuestro contrahecho arreglo político.

La causa de las trabajadoras del hogar ha tenido ya en los últimos tiempos expresiones organizadas y liderazgos destacados, como el de Marcelina Bautista, secretaria General del Sindicato Nacional de Trabajadoras y Trabajadores del Hogar, y ha encontrado apoyos relevantes entre activistas de las organizaciones civiles, como Marcela Azuela o Andrea Santiago, que encabeza la causa en Nosotrxs, organización de activismo ciudadano que ha colocado la ratificación del convenio 189 como una de sus causas insignia; sin embargo, la reticencia gubernamental ha impedido que esta avance en el Senado. El 30 de abril se termina esta legislatura; no debería concluir sin aprobar esta asignatura pendiente. Se trata de un tema de justicia elemental, pues es intolerable que la legislación mexicana solape esta forma de esclavitud contemporánea.

Falta también que el Estado mexicano, las organizaciones civiles y los ciudadanos que advertimos esta forma de discriminación aberrante promovamos un cambio de actitud entre los empleadores. Más allá de las reformas a la institucionalidad formal, deben cambiar las instituciones informales que reproducen socialmente esta oprobiosa forma de sostenimiento de la desigualdad y la marginación social. El cambio también debe ser cultural, pues en el trato que reciben las trabajadoras del hogar se refleja la terrible estratificación social que caracteriza a nuestra comunidad nacional y que debería ser intolerable.

@NosotrxsMx

 

Nosotrxs: una voz coral por el Estado de derecho

“El objetivo de Nosotrxs es poner las leyes en manos de la ciudadanía para que la sociedad mexicana deje ser un conglomerado de clientelas y se convierta en una comunidad política democrática y exigente”

 

La política en México ha sido históricamente una tarea de intermediarios. La enorme desigualdad social y la diversidad cultural ha sido gestionada, desde los tiempos virreinales, por una tupida red de caciques, coyotes, caudillos y líderes que acabaron constituyéndose en un empresariado político especializado en vender protecciones particulares y negociar la aquiescencia o desobediencia la de sus clientelas.

Una nación construida con base en un abigarrado mosaico de identidades colectivas preexistentes, que bajo la dominación de la corona española contaba cada una con un privilegio –ley privada– para relacionarse con un Estado lejano y débil, no pudo nacer como una comunidad de ciudadanos igualados por una ley común, sujetos individuales de derechos y obligaciones. La igualdad teórica establecida por el orden liberal se concretó en la interpretación particularista de las leyes, dependiendo de los recursos y de la capacidad de resistencia de cada individuo o grupo. La desigualdad social, económica y étnica se convirtió en el campo propicio para que medraran los intermediarios, indispensables para la guerra y para la paz, necesarios para garantizar el dominio de una maquinaria estatal de la que gradualmente acabaron por apropiarse.

El Estado mexicano, desde su primera consolidación durante el Porfiriato, pero sobre todo a partir de la época clásica del régimen del PRI, ha sido una organización de intermediarios que venden de manera privada los servicios que deberían ser provistos de manera universal. Todo proceso de decisión pública acabó por ser moneda de intercambio político: desde un acta de nacimiento, a un permiso de construcción, desde una pensión de invalidez a una vivienda pública, desde un proyecto de desarrollo hasta una exención de impuestos. Así se acabó por institucionalizar en México la relación entre el Estado y la sociedad: no como una relación directa, regida por normas claras, en las que los funcionarios del Estado brindan sus servicios de manera pareja para todos los ciudadanos, sino como un sistema de gestión de privilegios y concesiones en el que la tupida red de intermediarios capta buena parte de la riqueza social y saca provecho personal de la desigualdad.

Así, el orden social mexicano no se ha basado en los derechos universales de ciudadanía, sino en la gestión clientelista de las demandas y el otorgamiento de beneficios sociales como privilegios. Una tarea fundamental para la construcción de una democracia auténtica, que no sea la mera circulación de pandillas de intermediarios, consiste en lograr una gran movilización social por la igualdad ante la ley y la exigibilidad universal de los derechos. Que las leyes, los programas sociales, las políticas públicas no sean privatizadas por las redes de intermediación, que la ciudadanía deje de ser una categoría abstracta para convertirse en el sujeto activo de la vida social.

Para provocar esa gran movilización, para promover una revolución de las conciencias y una rebelión cívica contra la apropiación privada de los recursos públicos, ha nacido Nosotrxs. Una organización que se define como política, pero sin pretensiones electorales; que tiene como objetivo recuperar al Estado, hoy capturado por intereses particulares, para la gente. Una organización con vocación pedagógica, para lograr que las leyes y los derechos dejen de ser papel mojado y se conviertan en instrumentos de justicia e igualdad.

El objetivo de Nosotrxs es poner las leyes en manos de la ciudadanía para que la sociedad mexicana deje ser un conglomerado de clientelas y se convierta en una comunidad política democrática y exigente. Se trata de un experimento novedoso, un espacio de confluencia para cambiar la política y para abrirle paso a una democracia que vaya más allá de la simple competencia plural por la captura de rentas públicas.

La tarea se antoja compleja, pero no parte de cero. Por todo el país han surgido en los últimos tiempos diversos grupos rebeldes con causa, que le reclaman al Estado el cumplimiento de sus obligaciones sin exclusiones ni privilegios. Nosotrxs aspira a convertirse en un espacio de confluencia de todos los esfuerzos por hacer cumplir las leyes y por garantizar que los funcionarios del Estado cumplan con sus obligaciones sin preferencias sectarias o partidistas. Una plataforma para articular casos relevantes de exigencia, para promover la vigilancia ciudadana de la operación estatal.

Se trata, en fin, de un movimiento por la recuperación del espacio público, hoy expropiado por los operadores políticos clientelistas, para construir una convivencia social pacífica y menos injusta. Un orden social abierto, donde la justicia no sea venal, donde la política sea una actividad de servicio y no un mecanismo de enriquecimiento a cargo del erario y los moches. Queremos un Estado decente y que funcione y para alcanzarlo vamos a elevar el nivel de exigencia de la sociedad mexicana.

La convicción que nos mueve a hablar en primera persona del plural es que el cambio necesario no depende de un salvador de la patria ni de líderes iluminados, sino de la acción colectiva organizada, horizontal, que le ponga nombres y apellidos a las injusticias y los abusos, los exhiba y los combata con la ley y los instrumentos de la democracia en la mano. La sociedad mexicana ha cambiado. Ha llegado la hora de cambiar la política.

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De la ciudadanía ideal a la ciudadanía real

De la ciudadanía ideal a la ciudadanía real

por Jorge Javier Romero, integrante de la comisión ejecutiva de Nosotrxs.

No cabe duda de que una de las debilidades de la democracia es la poca información con la que los electores acaban decidiendo su voto. En todos los países donde las elecciones son el mecanismo para seleccionar gobernantes y legisladores, la mayoría de los ciudadanos vota sin conocer a fondo las propuestas y los programas de los candidatos y sus partidos. De hecho, apenas si se enteran someramente, a grandes rasgos, de las diferencias entre unos aspirantes a cargos de representación y otros.

Esta desinformación lleva a que con frecuencia salgan electos personajes que conectan bien con el público y se convierten en fenómenos de opinión a pesar de tener programas vagos, cuando no contradictorios o inaplicables. También hemos visto en los últimos años el triunfo electoral de opciones basadas en evidentes mentiras, pero que se abrieron paso por la manera en la que simplificaron el mensaje transmitido a sus votantes. En los últimos tiempos, en diversos países, hemos visto el éxito de demagogos que se aprovechan de los miedos o de las pasiones latentes en grupos sociales afectados por una crisis, que temen a la migración, o que culpan de todos sus males a los políticos y, por tanto, están dispuestos a votar por quienes se presentan como antipolíticos o como ciudadanos puros lejanos a la “casta”.

 Sin duda, si los ciudadanos estuvieran dispuestos a adquirir más información política, los resultados electorales tenderían a ser más eficientes respecto al tipo de candidatos que resultaran electos. Aquellos con programas más acabados, con propuestas más viables, tenderían a captar más apoyos que quienes no profundizaran o presentaran solo generalidades o simples disparates. Sin embargo, esto no ocurre en ningún lugar del mundo, ni siquiera en los países con los mayores niveles educativos.

Y es que la información cuesta: hay que buscarla, dedicarle tiempo a conocerla y comprenderla. Muchos temas requieren para su comprensión conocimientos técnicos que no están al alcance del elector promedio. Es verdad que el resultado de una elección puede ser de gran relevancia para el destino de un país, pero al votante individual no le reditúa dedicarle mucho tiempo a conocer a fondo lo que proponen las diferentes opciones políticas, en buena medida porque sabe que su voto solo es uno más entre millones y que su decisión individual solo cuenta una pequeñísima fracción en el agregado de la voluntad popular. Así, solo adquiere la información que le es menos costosa: la de los noticieros de la tele, la de los comentarios de sus amigos o familiares, la que escucha por aquí y por allá.

La ignorancia de los votantes es racional, en el sentido de que el cálculo del costo–beneficio de informarse políticamente no es rentable. ¿Para qué dedicarle una gran cantidad de tiempo a leer las plataformas de los candidatos si al final de cuentas la posibilidad de que mi voto decida la elección es infinitesimal? Además, una vez en el cargo es bastante probable que los elegidos no se comporten de acuerdo con lo ofrecido en campaña y los mecanismos para hacerlos cumplir su palabra son más que débiles. Sí, sería mejor que los votantes estuvieran mejor informados, pero la mecánica misma de la democracia hace que esto sea muy difícil de lograr. Tal vez la tecnología abarate la información política, pero también es posible que esta sea cada vez más confusa, con la difusión de bulos y paparruchas en la red.

El único antídoto posible frente a la desinformación es el desarrollo de redes ciudadanas que contrasten las propuestas de las diversas fuerzas y compartan sus hallazgos con la sociedad, al tiempo que, una vez electos los representantes populares, les sigan en su gestión y contrasten sus ofertas de campaña con sus actuaciones ya en el cargo. Ése es uno de los objetivos de Nosotrxs: contribuir a la existencia de una ciudadanía cada vez más informada y demandante.

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