El domingo 1º de julio no haremos nada extraordinario. ¡Todo lo extraordinario lo haremos y estará por venir a partir del lunes 2 de julio!
En efecto, el domingo 1º de julio sólo habremos votado. Y lo habremos hecho para elegir a quienes integrarán los órganos de representación y gobierno de la República y 30 de sus entidades federativas. Nuestros votos se habrán convertido en escaños y cargos de gobierno. Nada extraordinario, todo lo contrario: muy ordinario, tratándose de unas elecciones, que precisamente para eso son.
Lo que nos hará pensar que hicimos algo extraordinario es el peso propia e históricamente desmedido que en México damos a las elecciones. No las vemos como actos ordinarios, normales del país sino fundacionales, extraordinarios de la Nación. Nos olvidamos que, desde hace ya más de un siglo buenamente Ortega y Gasset nos advirtió que las elecciones son sólo “un mísero detalle técnico” y nos quedamos con la primera parte de su argumento que nos indica que, sin embargo, de ellas depende la salud de las democracias.
Y ello es además así porque, como bien nos advirtió hace ya tiempo nuestro querido Mauricio Merino, la nuestra es una transición votada. Aquí no esperamos que se muriera el dictador, ni hicimos volar por los cielos a su sucesor o le dijimos que No en un plebiscito. Aquí votamos y votando cambiamos la fisonomía política de la República e hicimos posible su transición democrática.
Por eso pensamos que éstas y cualquiera de las elecciones son algo extraordinario. Pero no. Ni siquiera si finalmente, como todo parece indicar, ganó la elección presidencial Andrés Manuel López Obrador misma que, por cierto, fue sólo una de las más de 3 mil 400 que hubo el 1º de julio.
En realidad, lo extraordinario de estas elecciones ordinarias es lo que viene ahora. El 2 de julio, el país continuará su devenir. Pero ahora sumido en un espasmo, trabado entre la alegría eufórica de las personas ganadoras, sobre todo de la elección presidencial, y el espanto colérico de sus perdedores. Pero ni la euforia ni la cólera nos servirán para ver, con el corazón, lo esencial; como le diría el buen zorro a El Principito.
Y lo esencial y extraordinario será y es que todas las energías, las buenas y las malas, de las campañas; todas las reacciones instintivas y primitivas que los promotores tanto del miedo como de la creencia acrítica pretendieron y en alguna significativa medida lograron provocar, y, esperanzadamente también; todas las prácticas delictivas de los malandras que aún compran y coaccionan el voto, se habrán ido a estrellar o a redimir en el acto fundacional y primigenio, ése sí de la democracia electoral: el voto participante de las personas ciudadanas.
Eso es lo esencial: cómo el voto ciudadano sigue cambiando a este país. Las puertas se siguen abriendo. Es tiempo de cruzarlas con paso firme: con un andar que reconozca y potencie el poder de nosotrxs hecho comunidades incidentes que, con la Constitución y la Ley en la mano van demostrando que, en efecto, nosotrxs somos el Estado, somos el poder y somos la democracia. Ahora, las posibilidades extraordinarias de que ese Estado y poder funcionen en clave democrática y justiciera y libertaria, dependen –felizmente- otra vez de nosotrxs. Nosotrxs fuimos responsables del voto, nosotrxs seremos responsables de lo que venga después.
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