Reapropiarnos de lo público
Me atrevo a partir de un diagnóstico desolador, que por más que resulte sobradamente conocido, es nuestro punto de partida. Estamos enfrascados en señalar los vicios y taras de nuestra clase política, así como la captura de la administración pública y de todas nuestras instituciones políticas. El clima de violencia generalizada, la creciente inseguridad pública, el desborde de la criminalidad parecen llevar como correlato la simple incompetencia, corrupción y falta de escrúpulos de esa misma clase política.
Mientras tanto, esa difusa, endeble, inaprehensible y vapuleada sociedad civil –a la que todos pertenecemos, pero aún no encontramos modo de darle concreción y mayor fuerza–, no representa el indispensable contrapeso contra las tropelías e insuficiencias de esa clase política.
El más trágico déficit de nuestra lastimada democracia no es haber engrosado esa clase política indefendible. Es no haberle dado cauce a la construcción y fortalecimiento de una ciudadanía organizada y participativa. Esta es la auténtica tragedia que acompaña, y seguramente explica en buena medida, las otras que acá se han mencionado.
Todos los análisis, diagnósticos, y por supuesto, nuestra experiencia cotidiana en el espacio público y las redes sociales virtuales, nos brindan signos alarmantes de nuestras escasas aptitudes cívicas y democráticas. Frente a ello, hay dos tipos de respuestas bastante comunes que me preocupan especialmente. Por un lado, la fuga al individualismo y lo privado. Por otro, la opción por reforzar la penalización.
Me alarma que se pretenda que las principales vías de solución a la escasa civilidad que padecemos es el simpe compromiso personal con conductas apropiadas y el refuerzo de la autoridad de los adultos en las familias frente a niñas, niños, adolescentes y jóvenes. Eso puede ser condición necesaria, pero en absoluto es suficiente. La comunidad y nuestras instituciones sociales y políticas son mucho más que la simple suma de sus partes.
El desafío frente a esa fuga al individuo y a la “célula básica de la sociedad” implica reconstruir la cohesión social, en cada comunidad y barrio, en todos los espacios públicos, evitando la estridencia –y vacuidad– del discurso político, practicando la elemental civilidad, pero sobre todo, divulgando buenos ejemplos de los vecinos y personalidades locales, las mejores prácticas desde los grupos, colectivos y organizaciones, y sobre todo, rastreando, rescatando y divulgando la memoria colectiva de la construcción y la convivencia comunitaria en nuestros espacios.
Más que un movimiento de oposición social, lo que nos urge es una enorme iniciativa de construcción de ciudadanía y cohesión social, asentada no en abstractos valores civiles y políticos, sino en la auténtica articulación de estos con las prácticas, la memoria, los valores, el trabajo, en fin, la cultura de las comunidades y de toda la ciudad, de todo el país.
Se trata de reapropiarnos de lo público, de responder efectivamente con alegría y esperanza a quienes ya sólo cuentan con el miedo y el hartazgo.
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