Estado y sociedad son un matrimonio mal avenido.

Ambos se esfuerzan por llevar la fiesta en paz mientras cada quien cumpla sus obligaciones. Al primero le corresponde asegurar la protección de la vida, la propiedad y la libertad de las personas en un marco jurídico moderno de salvaguarda de derechos humanos (políticos, sociales, económicos, ambientales, etc.); a la segunda, dedicar sus esfuerzos a la producción económica, a crear cultura, a educar, etc., y obedecer la ley, con todo lo que eso implica.

La experiencia de ese matrimonio difiere abismalmente en, cualquier país del Primer Mundo, del que tenemos en México. Las desavenencias acá son más pronunciadas y abundantes, porque el Estado no presta servicios públicos con eficiencia, en tanto su récord de protección de derechos humanos es lamentable, por decir lo menos, cuando las autoridades mismas, con frecuencia, los violan. Agreguemos a este brevísimo diagnóstico la corrupción, ese fenómeno del que no hemos podido liberarnos desde la Colonia y del que la oligarquía mexicana se ha beneficiado de manera injuriosa ante nuestros propios ojos. El descaro con el que se hacen negocios con los dineros públicos, depredando las arcas y los recursos comunes, y el cinismo con el que se usan las leyes para protegerse mutuamente, han colmado nuestra paciencia.

Una desconfianza antigua y tanta decepción por el gobierno alimentan el activismo social más reciente. Nosotrxs se ha sumado apenas hace un año al repertorio de organizaciones sociales con la misión de revolucionar las conciencias y actuar colectivamente, en el marco de la ley, para contrarrestar los actos y las omisiones del Estado y de grupos de interés que, como sociedad, nos dañan. Es un movimiento que no busca posiciones políticas, pero que tampoco se abstrae de la realidad política. Desde cierto punto de vista, su esfuerzo consiste en revertir esa noción tan arraigada en los mexicanos de que la riqueza pública está ahí para beneficiarse personalmente de ella, por esta otra: la riqueza privada, en la proporción justa, debe volverse riqueza pública para el beneficio de la sociedad en su conjunto.

Hoy, que en los países del mundo la ciudadanía está perdiendo la fe en la democracia, es hora de que la sociedad mexicana vaya a su rescate (Democracy Perception Index 2018 [DPI]: 54% de la gente, dato que es más alto en países democráticos que en no democráticos, sienten que no tienen voz en la política; no creen que el gobierno trabaje a su favor; perciben disminuida su libertad de expresión; y no tienen acceso a información confiable). Propongo dos rutas para fortalecer la participación en la línea de revolucionar conciencias:

  1. Adoptar un político. Seguir a un congresista local o federal, a un gobernador o presidente municipal, a un secretario del gabinete estatal, en todas sus acciones y declaraciones, y compararlas contra lo que ofreció en su campaña, o que ofrece el programa de gobierno, o el programa de su partido, o todo en combinación. Realizar evaluaciones trimestrales o cuatrimestrales y publicarlas.
  2. Adoptar un espacio público. Desde un parque hasta un hospital, la organización puede dar cuenta periódica de su estado, su funcionamiento y la calidad del servicio, y publicar sus resultados.

Ignacio Lozano – Revolución de conciencias y transformación institucional

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