Por Mauricio Merino, coordinador nacional de Nosotrxs
Publicado originalmente en El Universal
La nota corrió como la espuma: Rosario Robles es un chivo expiatorio —aseguró el presidente electo— y las acusaciones que se le hacen son un circo. Estas líneas podrían parecer un halo protector imperdonable sobre la funcionaria que alguna vez tuvo la confianza de López Obrador, antes de sumarse al gobierno de Enrique Peña Nieto. Pero el presidente electo dijo más: “Nosotros no vamos a perseguir a nadie, no vamos a hacer lo que se hacía anteriormente, de que había actos espectaculares, de que se agarraba a uno, dos, tres, cuatro, cinco, como chivos expiatorios y luego le seguían con la misma corrupción”.
En efecto, una de las mayores trabas en la lucha contra la corrupción ha estado en la idea según la cual todo se juega en el castigo de algunos corruptos: en la pesca de los peces gordos, sin tocar el agua donde crecen. La versión exclusivamente punitiva de esa batalla atrae muchos reflectores, produce simpatías y satisface la ira pública, pero no resuelve la cuestión de fondo. Al contrario: la eterniza, pues asume que la corrupción es una anomalía en un sistema que funcionaría impecablemente si no existieran los corruptos. Y eso no es cierto.
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