Se han cumplido dos años de los sismos del 7 y 19 de septiembre de 2017. Septiembre, el mes patrio, pero también del sismo, llega cargado de emociones y múltiples balances.
Por Carlos Flores, integrante de Nosotrxs.
Los damnificados, el gobierno, las organizaciones de la sociedad civil, el sector privado y la ciudadanía en general tienen su propia evaluación de la reconstrucción. Los directamente afectados, valoran la velocidad para recuperar su patrimonio y regresar a la “normalidad”. Otros, si los programas gubernamentales han puesto en el centro a los derechos de los damnificados, algunos más si la respuesta de las autoridades a la situación extraordinaria que dejaron los terremotos ha sido eficaz. Hay quién estudia si los fondos y fideicomisos, públicos y privados, han sido transparentes en el origen y destino de cada peso y también hay quienes analizan si la ciudad está mejor que antes del 19 de septiembre y si las vulnerabilidades de esta urbe son atendidas ya en términos de la seguridad humana y la gestión de riesgos.
Como es de imaginar, hay muchas preguntas en este contexto en el que, además, sabemos se trata de un proceso complejo, largo y de avances graduales: ¿cuándo volverán a su vivienda (nueva o rehabilitada) los damnificados? ¿las necesidades de los afectados han cambiado o siguen aún a la espera de sus dictámenes estructurales o de quién reconstruirá su patrimonio? ¿el gobierno cuenta con información pertinente y suficiente para diseñar políticas para la reconstrucción gracias a la información de los censos? ¿han concluido las demoliciones de edificios y casas que quedaron severamente dañados por el terremoto y que mantienen en riesgo extensas zonas de la capital? ¿qué tanto se sabe de la condición del suelo, del hundimiento y grietas de la ciudad? ¿en qué y cuánto se ha gastado para la reconstrucción hasta ahora? Todas estas interrogantes son de la mayor relevancia, pero en el fondo dejan ver una pregunta central: ¿hacia dónde va (o debería ir) la reconstrucción?
Hasta ahora, es posible identificar que los gobiernos se han enfocado en un plan de vivienda como eje de la reconstrucción, apenas un componente central pero no único si se quiere vivir más seguro después de una tragedia. Sin embargo, la experiencia de los especialistas en desastres ofrece una guía clara y mínima para orientar la reconstrucción: 1) establecer la magnitud de los daños sin minimizarlos (por ejemplo, el actual gobierno de la Ciudad de México hizo el propio incluso antes de iniciar formalmente su mandato y registrar a cada afectado y su daño); 2) estudiar el suelo de la capital (identificar los viejos y nuevos riesgos); 3) priorizar los programas, recursos y alternativas para apoyar a cada damnificado (¿desde la universalidad o gratuidad?); y, 4) mejorar la infraestructura estratégica de la ciudad (edificios de gobierno, escuelas, hospitales, estructura hidráulica, vialidades).
Sin embargo, el momento de cambio político y social que vive la ciudad, abre otras oportunidades para la reconstrucción. Primero, fortalecer un liderazgo político que permita el diálogo permanente y abierto con los damnificados y que le imprima credibilidad al proceso. Sabemos que la trayectoria de su sufrimiento y dolor cambia constantemente y solo escuchando con empatía el murmullo de la gente es posible comprender lo que pasa y las diversas necesidades en los sitios de la desgracia.
Segundo, frente al laberinto jurídico de la reconstrucción, que a dos años del sismo suma decenas de instrumentos (leyes, programas, decretos y lineamientos), se requiere una mayor y mejor explicación pública y, lo más importante, acelerar el proceso de recuperación. Es necesario el acompañamiento y orientación a cada damnificado sobre el momento que cursa su propia recuperación, saber qué viene y presentar las políticas extraordinarias que acompañan la también extraordinaria situación que viven después del sismo. En su primer informe al Congreso de la capital, la Jefa de Gobierno, anunció afectaciones a poco más de 17 mil familias, pero poco se sabe del conjunto de instrumentos con los que son apoyadas y, como han expresado funcionarios responsables del proceso, el proceso de recuperación apenas despega para algunas de ellas.
Por último, hay una espacio para avanzar en la reconstrucción al tiempo que se influye en nuevos patrones urbanos. Si bien los programas de vivienda son una necesidad primordial para los damnificados, para la ciudad en su conjunto, hay otras medidas para hacerla más segura y resiliente frente a nuevos temblores, por ejemplo: planear un nuevo orden para la prevención, contar con un nuevo atlas de riesgos y protocolos de actuación; mayor inversión en infraestructura hidráulica, rehabilitación de edificios viejos; atender el extendido problema de las grietas y hundimientos del suelo; realizar la memoria censal de vivienda, inmuebles y edificios estratégicos; y, diseñar un seguro de riesgo habitacional, entre muchas otras. Hoy que practicamos un nuevo simulacro, los protocolos anunciados por el gobierno de la Ciudad de México vuelven al insuficiente no corro, no grito y no empujo. Valdría la pena preguntarse: ¿qué hicimos distinto en este simulacro dos años después?
Recuperar experiencias previas, diagnósticos y prácticas que hoy se acumulan desde distintos espacios puede ayudar a encontrar una pista de mayor velocidad para que los damnificados del sismo del año pasado puedan volver a la “normalidad” que no tienen desde el 19S y también para que la ciudad pueda enfrentar de mejor manera el siguiente terremoto. Todos sabemos que aquí volverá a temblar y no estamos mejor preparados que hace dos años. Si algo aprendimos de nuestra certeza sísmica es que la prevención es nuestra mejor herramienta para enfrentar el siguiente desastre, con más y mejores protocolos y, sobre todo, con la participación y colaboración de todas y todos.
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