Publicado en Animal Político
Por Jesús Rodríguez Zepeda, profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana. Integrante de Nosotrxs.
Se cumplió, este 1º de julio, un año de la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador. Si bien formalmente el presidente no se hizo con el poder ejecutivo hasta el primero de diciembre de 2019, buena parte de las orientaciones que ahora funcionan como criterios de la agenda legislativa, de la dirección de las instituciones públicas y de a marcha de las políticas públicas se plasmaron desde los días del triunfo electoral.
Podemos olvidar alguna de estas orientaciones, pero las que registramos están fuera de duda: la lucha contra la corrupción como prácticamente único soporte discursivo de la gestión, la promesa de una política social reorientada a la atención de las mayorías sociales empobrecidas, la reconstrucción de un nacionalismo de base popular, la concentración de las decisiones gubernamentales sólo en la figura presidencial, la anulación de la reforma educativa del sexenio anterior, un recorte sistemático del gasto público y la aplicación de un programa de austeridad gubernamental a ultranza, la prioridad a la reconstrucción estatalmente orientada de la industria petrolera, la construcción de una política de seguridad pública conforme a esquemas de inspiración militar, la construcción de un universo simbólico en el que sólo caben el gobierno -o, mejor dicho, el gobernante- y sus adversarios con la consecuente estigmatización de las críticas independientes y opositoras y, al último pero no lo último, la actualización de un psicodrama colectivo cuyo guion es el lenguaje binario de los amigos y enemigos.
Esas líneas maestras no permitían en su formulación temprana prever consecuencias específicas como las que ya se pueden registrar y analizar. Concentrémonos sólo en una de las vías centrales de esta orientación general, la de la política social, porque allí se plasma de manera clara el tipo de conducción política del nuevo gobierno y las paradojas de su puesta en práctica. En este terreno no sólo se evidencia un proceso de debilitamiento institucional sino el divorcio entre la agenda efectiva de política social y una política de derechos conforme a lo prescrito por la constitución.
La política social es la joya de la corona de los regímenes políticos de izquierda. Por su propio reclamo discursivo (prioridad de los pobres, crítica de la cultura del privilegio, reorientación de los recursos ahorrados a poblaciones marginadas, etcétera) una política social estructural debería ser la meta del presidente y de su Movimiento de Regeneración Nacional; pero no parece serlo. En lugar del sentido estructural priva una orientación personalista y discrecional. De hecho, la primera fase de la política social del nuevo gobierno va a contracorriente de una política viable de derechos sociales. La diferencia más clara entre la política social puesta en marcha y una política social redistributiva reside en que, tanto desde el punto de vista del desarrollo de capacidades como el del ejercicio de titularidades o derechos por las poblaciones subalternas, la primera niega a la segunda.
La historia del estado social contemporáneo, en sus versiones más exitosas como la del Estado de bienestar, muestra que una agenda social funciona cuando tiene como ejes una política sistemática y articulada de redistribución de la renta, la transformación del sistema fiscal para hacerlo más exigente con los grandes capitales, la construcción o fortalecimiento de instituciones garantes de derechos como la educación y la salud públicas (lo que se conoce como política social estructural) y el desarrollo de programas específicos para la atención de grupos cuya situación requiere intervenciones especialmente diseñadas, como en los casos de las poblaciones indígenas, las personas con discapacidad, las niñas y niños en situación de desventaja o las mujeres en situación de riesgo por violencia o pobreza. Además, esta batería sólo funciona si se envuelve en una poderosa política antidiscriminatoria capaz de reducir las condiciones estructurales de desigualdad de trato que se mezcla con la carencia económica para abismarla y escalarla.
Frente a esta compleja batería de procesos institucionales que puede situar a una sociedad en una tendencia al cierre de sus brechas de desigualdad, el gobierno ha optado por una política social monocolor definida por mecanismos de reparto directo y la monetarización de los bienes sociales. Los programas centrales de esa política no son redistributivos sino de entrega directa de dinero. Los llamados “Programas Integrales del Bienestar” no suponen ni una alteración del esquema fiscal ni una redistribución de la renta nacional, sino sólo incremento de la capacidad de consumo. “Jóvenes construyendo el futuro”, que promueve la inserción laboral de unos 720 mil jóvenes entre 18 y 29 años, las Becas Benito Juárez para estudiantes de bajos recursos económicos, la Pensión para el Bienestar, dirigida a unos 8 millones, 600 mil personas mayores de 68 años, y las Becas de apoyo a personas con discapacidad tienen un rasgo común: reparten dinero a la vez que desinstitucionalizan la política de derechos sociales.
En una sociedad con el agudo nivel de privación económica que registra México, el reparto económico directo no es un absurdo. Su riesgo reside en que, en un horizonte estable de recursos fiscales escasos, la política monetizadora sólo puede hacerse a costa de desmontar, mediante recortes presupuestales y despidos de personal, áreas completas de la política social estructural (salud, educación, trabajo) y de programas sociales remediales que habían demostrado eficacia, como el Seguro Popular y Prospera. Lo objetable del diseño ahora dominante de la política social es que pretende estructural a lo complementario.
Todo régimen quiere construir sus propias condiciones de reproductibilidad a través de la formación de un público que se sienta atendido en sus necesidades. El problema es que la vía del reparto monetario proscribe en los hechos la del desarrollo de capacidades y derechos y, al final, debilita la propia capacidad niveladora del Estado. Todavía se puede reorientar la vocación social del gobierno: reforma fiscal, fortalecimiento de la política social estructural y recuperación de programas sociales funcionales serían rasgos de tal cambio. Pero la cuestión es si ese cambio cabe en el menú de opciones del presidente.